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Cientos de niños y niñas de la escuela Finca La Caja de La Carpio cantaron esta mañana lo que recordaron de los himnos de Costa Rica y Nicaragua

María Montero - Fotografías Victoria Vega

30/09/16 | 14:55pm

Las sillas azules se extienden hasta el fondo. Los niños más pequeños están en las primeras filas, forzosamente serios, deliberadamente enigmáticos. Aunque anden iguales, resulta imposible saber qué piensan, incluso aunque uno se los pregunte, y mucho menos haciéndolo.

Lo más difícil de entrevistar a un niño es que al final el examinado termina siendo uno. Como seres inteligentes que son, rehúyen todo interrogatorio ofreciendo respuestas cuya capacidad de síntesis fulmina cualquier indagación posterior. Lo que realmente tienen en mente es inescrutable.

–¿Les gustó el acto cívico?

–Sí.

–¿Se saben los himnos?

–No

–¿Quién nació en Nicaragua?

–Yo.

Es una mañana de himnos, discursos y ceremonias en la escuela Finca La Caja, en La Carpio. Las autoridades escolares intentan ser breves, especialmente a la hora de las disertaciones, pero cuando uno no sobrepasa el metro veinte, cualquier distancia se vuelve inconmensurable.

La edad promedio es 8 años, pues la mayoría de los 300 niños y niñas presentes pertenece al primer turno de la mañana, al que asisten los grupos de primero y segundo grado. Las maestras y profesores también cuentan, pero son una minoría demasiado significativa en términos de décadas.

Los niños aplauden, aunque algunos bostezan. Otros juegan con sus manos, o se retuercen, se deslizan, se callan, se jalan y, aún así, atienden, responden, obedecen.

Quizá no entienden palabras de los discursos como ‘hermandad’, ‘tolerancia’, ‘diversidad’, ‘convivencia’, ‘género’, ‘orientación sexual’, pero ahí están, desplegadas ante sus oídos con todas sus sílabas, y quizá algún día las recuerden.

¿Porque quién conoce el significado de una palabra hasta que lo descubre por sí mismo?

El momento en que el grupo entona los himnos de Costa Rica y Nicaragua pasa distraído entre la dócil impaciencia matutina. Unos y otros cantan y no cantan. Prácticamente ninguno se sabe el himno nicaragüense, pero no se rinden. De igual manera, mueven los labios o improvisan, que es aún mejor.

Con el entusiasmo que los caracteriza, gesticulan sobre un territorio que quizá ya habían empezado a descubrir, por herencia de sus padres: el de la nacionalidad.

Por fin empieza la música, un lenguaje que, como no necesita introducción, los niños entienden perfectamente. Las lentejuelas y las faldas multicolores también bailan en sus sillas. Es la parte que más disfrutan, según cuentan después, Dina, Belkan, Laura, Darwin, Eitan, David Diego [se pronuncia Déivid], Enielsi, Stacy y John [se pronuncia Chon].

La pequeña multitud de la sección 1-3 tiene opiniones diversas sobre lo que acaba de suceder, pero sobre todo un gran deseo de jugar a las estadísticas: cuatro se cortaron el dedo, tres con el cordel de sus trompos y una con una lata.

Belkan asegura que Chon se porta mal, y Chon dice que lo que más le gustó fue donde bailaron. Laura, la única del grupo que nació en Nicaragua, afirma que le habría gustado bailar, y Stacy declara que tiene 6 años. Enielsi me promete escribir su nombre en mi libreta porque, a diferencia de otros niños, ella ya sabe hacerlo.

Sobre una pizarra, recortado en letras de colores, puede leerse un lema que, para muchos de ellos, debe resultar inaccesible. “Cuando sea grande quiero ser niño”, dice. Les pregunto si podrían leérmelo. Lo intentan. Algunos solo llegan al tercer término, otros no dicen nada, y los más osados, como si lanzaran un oráculo improvisado, se detienen en la palabra ‘quiero’.

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