Otras vidas

Una fuga descriptiva por cuatro templos católicos del centro de San José

23/10/16 | 17:55pm

Hay niños sonrientes encerrados en urnas, mujeres con lágrimas en los ojos abandonadas sobre brevísimos pedestales y tiernos corazones atravesados por espadas. Hay figuras de madera y yeso con harapos ensangrentados, cabecitas aladas y flotantes, muchos varones sin afeitar, fauna diversa y luces y velas encendidas a plena luz de día.

En todas las paredes hay imágenes multicolores, entre violentas y joviales, y aunque parece hostil, el ambiente podría describirse como amigable. En las iglesias josefinas nunca falta una escena de tortura, pero tampoco un lugar donde sentarse.

Mucho antes del mediodía, en la Catedral, la Soledad, El Carmen y La Merced aún quedan creyentes hincados y cabizbajos y también interminables hileras de bancas vacías. Reina una calma perturbadora y una enorme sensación de insignificancia. En la mayoría de templos hubo misa de 7 a. m. y ahora esperan la celebración de un nuevo servicio.

Quienes entran, ya vienen callados, pues el primer mandato de la arquitectura sacra es el silencio. Una vez dentro, la sensación de que la vida sucede muy lejos de ahí es inevitable. Si no fueran lo que son, las iglesias también podrían ser bibliotecas o museos.

Los lugares silenciosos suelen tener un código de conducta implícito, quizá para fomentar el ruido de la propia conciencia. Sin embargo, la mayoría de personas que va a la iglesia no acude a conversar consigo misma, sino buscando el horario de los sermones.

En la Catedral Metropolitana, unos 80 fieles, cinco monjas, dos camarógrafos, un monaguillo y dos guardas persiguen a duras penas la voz del sacerdote, que reverbera sin definición en cada loza del templo. Los problemas de acústica deberían llegar a oídos de Roma. Por suerte estos rituales siguen un estricto protocolo, con muy poco margen para la libre cátedra, y si los presentes se tratan con cariño, significa que la cita de las 8 a. m. está por terminar.

En un espacio mucho más pequeño, en una de las márgenes del edificio, un grupo muy diverso murmura con los ojos cerrados delante de una pequeña imagen. Personas mayores, en su mayoría, listas para ir a trabajar, pero que no lucen apuradas, sino con el firme propósito de obtener algo que, por la expresión de sus rostros debe ser de vida o muerte, pero especialmente por la de sus rodillas.

A los pies del Nazareno hay varios sacos de cemento, pero la mezcla de piedad y albañilería no parece sorprender a los poquísimos parroquianos que le quedan a la iglesia de La Soledad a media mañana. “¿Señora, usted sabe a qué hora es la próxima misa?” “No, pero pregúntele a los trabajadores”.

Las obras avanzan dentro y fuera de la edificación, mientras una cuadrilla de obreros polvorientos taladra por aquí y por allá, lejos del estrato divino, pero cerca del sudor mundano. ¿Y el párroco? Ese no volverá hasta las 5:30 de la tarde, responde, tras ser consultado, un perfecto desconocido.

Fuera del tono prefabricado de las columnas, en el escaso perímetro de La Soledad no hay nada inusual, aunque un pequeño verso, inscrito sobre el mármol, recuerda que, aún en medio de tanto milagro en tránsito, la poesía también existe: “Virgen María, Estrella del mar, mis ojos te vean antes de expirar”.

A las 11 de la mañana, la iglesia del Carmen es el vivo retrato de la iglesia de La Soledad, pero sería injusto decir que no hay ni un alma. En realidad, en algún momento hubo cinco personas, además del hombre que no paró de limpiar el piso con modales interminables, como si tuviera un trapo infinito y toda la vida por delante.

La misa había terminado hacía más de cuatro horas y el espacio era eso, únicamente espacio inmaculado, histórico y desocupado.

Unas cuadras hacia al oeste, la iglesia de Nuestra Señora de las Mercedes también tiene mucho que decir sobre belleza y desolación, el problema es que los fieles insisten en estar más dispersos que los santos, y en la fotos siempre salen unos o salen otros.

Al igual que en los templos vecinos, también hay discretos mensajes por todas partes y pequeñas alcancías que invitan a deshacerse del menudo.

Algunos rezan, consumidos en su propio olvido; otros juegan con el celular; otros consumen su tiempo con la ayuda desinteresada de dos verbos: ser y estar. Una paloma vuela de adentro hacia fuera, una y otra vez, empeñada en su falsa metáfora.

Mientras no se conviertan en otra cosa, las iglesias josefinas seguirán siendo auténticos portales para ingresar a otra dimensión de la existencia. Y si una vez ahí, uno insiste en el hábito de la lectura, más le vale llevar su propio libro, pues ahí solo tienen uno.

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