Residencia en la tierra​

Moisés Bogarín Quesada jamás diría que la calle es su hogar, aunque duerma todas las noches en un parque capitalino. Tiene 74 años y ya no recuerda cuánto lleva viviendo a la intemperie, pero aún no se resigna a ser vencido por la caridad

27/08/16 | 11:55am

Don Moisés intenta meter tres metros de cartón en la concavidad de una enorme jacaranda. El asunto es complicado y toma varios minutos, pues el tronco es solo una gran fortaleza vieja, incapaz de ceder para convertirse en una planta de reciclaje. Terminada la faena, don Moisés se voltea hacia el árbol como si fuera a besarlo, pero no: cauteloso y solemne, se baja el zíper y se echa una meada.

Son las 6:30 de la mañana, la hora en que generalmente Moisés Bogarín Quesada empieza su rutina diaria, que consiste básicamente en realizar todas aquellas acciones que le permitan sobrevivir el resto del día. No tiene reloj ni agenda ni nada para orientarse, pero siempre sabe qué día es y cuándo llega el fin de semana.

Que viva en la calle no significa que esté perdido.

El parque República de Perú no es su hogar, aunque ahí vive o, cuando menos, amanece. De todos los lugares posibles en el universo del desamparo, eligió este punto de Rohrmoser como base de operaciones. Ni tonto que fuera. Incluso en exteriores se puede encontrar el más alto nivel.

El parque Perú es una extensión de 11.280 m2 en una de las zonas de mayor plusvalía de la ciudad, donde cada metro de tierra puede alcanzar los $2000, como sucede con el lote de 2060 m2 que venden exactamente en frente de donde don Moisés pasa la noche.

Jacarandas, laureles de la india, sotacaballos, malinches y llamas del bosque se alzan en largas hileras diagonales, mientras sus ramas dibujan sombras por encima de los senderos que cruzan el terreno de lado a lado.

No hay macizos de flores ni manantiales, pero sí enormes piedras semienterradas que, como herencia del paleolítico, evocan la presencia de un río invisible.

Hay bancas, hamacas y un par de pedestales con inscripciones solemnes, casi insignificantes en medio de la explanada verde.

El parque es el punto de fuga del boom inmobiliario de la zona donde, una tras otra, crecen decenas de torres de apartamentos y construcciones de lujo cuyos precios, de ser necesario, escalan de los $150 mil hasta el millón de dólares.

Sin ese pequeño pulmón auxiliar, a pocos metros de La Sabana, la euforia de la construcción que viven esas cuadras muy probablemente no sería lo que es. Sin esa alfombra natural a los pies de cada torre, o en sus alrededores, sería mucho más difícil confundir el distrito de Pavas con Central Park.

Conoce cada centímetro del territorio, y puede demostrarlo, pero lo más sorprendente es que don Moisés maneja la biografía actualizada de sus vecinos más relevantes, desde reconocidos empresarios hasta encantadoras viudas. Es lo que asegura, muchas veces con nombres y apellidos.

Su mente es una base de datos con las propiedades, los apellidos, los divorcios, las herencias, los pleitos, las rutinas, las sinagogas e incluso los chismes que, de vez en cuando, trafican los empleados, jardineros y mujeres de servicio que trabajan en caserones y fortalezas.

Dice que desde los 12 años trabajó en la zona como pintor, y que sus rodillos le dieron varias capas de pintura a muchas de las casas de por ahí. Algunas, muchísimas, las conoce por dentro. Y lo mejor de todo: asegura recordarlas con todo y sus habitantes.

Sus caminatas por el barrio están llenas de máximas filosóficas sobre el poder económico, intercaladas con interesantes patrañas vecinales y furiosas deducciones sobre genealogía vernácula.

Quién es quién en Rohrmoser, (es decir, quién tiene qué) es la vocación más palpable de don Moisés.


Así que, aunque su rutina también incluya viajes al parque de La Merced e incluso a Alajuela, su mayor actividad intelectual, emocional y espiritual está definitivamente ligada al oeste de la ciudad. Observar y contabilizar la riqueza de sus semejantes es su obsesión de cada día.

Hace muchísimo tiempo, imposible precisar cuánto, don Moisés se instaló a vivir en el espacio público. Asegura que fue hace tres décadas, pero cómo verificarlo.

Tiene 74 años y no tiene hijos ni esposa, aunque sí unos hermanos a los que nunca ve.

Dice que su hermana Ligia es amable con él, y que lo recibe cada vez que la visita en su casita de La Uruca, pero ésta, como algunas otras de sus afirmaciones, oscilan entre lo innegable y lo parcialmente nublado. Una mañana de tantas fuimos juntos hasta allá y la mujer ni siquiera salió a la puerta.


Tiene los vestigios de la belleza, los ojos descoloridos. Es alto, elegante, verbal. Para todo lo que confunde, posee una memoria extraordinaria. Recuerda que creció en el Paso de la Vaca, que estudió en la escuela República Argentina y que su mamá, Fidelina Quesada, a quien adoraba, está enterrada en el cuadro 13 de la fosa 14 del Cementerio Obrero. Nunca fue al colegio, pero se hizo pintor de brocha gorda. Huidizamente, acepta que fue el alcohol el que lo puso a vagar, después de que uno de sus hermanos lo sacara de la casa materna. Asegura que tiene muchísimos años de no darse un trago y que él también tiene derecho a la herencia de sus padres.

Don Moisés es buen conversador y buen entendedor, porque hay temas que evade y otros a los que siempre regresa. La posibilidad de acudir a un albergue para indigentes es mejor no mencionársela, porque no hay nada que lo ofenda más. “De ahí, yo necesito hasta menos, pero no me considero menos…”, dice. “Agradezco la hospitalidad, pero no me agrada”.

Para él está claro que el favor se lo hacen los caritativos, utilizando la fragilidad de la gente que, a falta de todo, estará agradecida con cualquier cosa. “¿Quién recibe las donaciones, dígame usted?”, se pregunta.

Además, dice, odia la promiscuidad, los olores corporales, las desgracias ajenas. “Quiero ser libre como Dios me creó. Ahí estoy sumiso”.

El sombrerito azul que lleva últimamente luce a la altura del invierno, pero no es precisamente lo que don Moisés necesita sobre la cabeza. Y aunque es lúcido y amable hasta donde se lo permiten las circunstancias –porque a veces es amargo y hostil–, hay preguntas que ya no está en capacidad de responder.

“Estoy desmoralizado de verme así, en el suelo”, dice de pronto. “¿Usted cree que yo no sufro de verme aquí?”.

Cuando don Moisés abre los ojos, lo primero que hace es levantarse y desmantelar los preparativos de la noche anterior. Su prioridad es recoger los cartones del césped, los restos de comida y las cobijas pues, aunque a veces guarda objetos en pequeñas bolsas que guinda de los árboles, no le gusta dejar basura regada, porque detesta la suciedad, el desorden y la pérdida de tiempo.

Inmediatamente después se lava la cara en el tubo de un negocio cercano, donde a veces ayuda a sacar la basura, con tal de que le permitan arrebatarle algo a los desperdicios. Desayuna sentado en algún borde. Alguna gente le regala comida.

Él saluda, observa y, después, desaparece.

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