La extraordinaria

Vicky Fonseca cosió para la Compañía Nacional de Teatro ​desde 1978 hasta el año pasado. Metió en cintura a tres generaciones de intérpretes y presenció el curso de una historia que aún está por escribirse

15/11/14 | 11:51am

Fotografías: Gloriana Jiménez

Además de coser, una de las cosas que más ha hecho Vicky en la vida ha sido reírse.

Reírse porque tenía que agarrar el último bus de Turrialba hacia San José los domingos por la noche o porque a veces trasladaban cientos de vestuarios por media calle o porque nadie planchaba las costuras o porque había dos elencos permanentes o porque tenía que correr de un lado a otro con sus dos hijos o porque sobre el escenario había una obra y tras bambalinas, otra.

Reírse porque era invierno. O día de estreno. O última noche de función.

Quizá no tuvo más remedio, por el microclima histriónico en el que vivía, pero el caso es que para Virginia Fonseca la risa se convirtió en la causa de todo y no en la consecuencia de algo y aún así, antes que vivir con el diente pelado, se acostumbró a hacerlo con el ánimo suelto, desabrochado.

“Reírnos y sacar chiste de donde no había”, dice Vicky.

Durante 35 años, Vicky formó parte de un breve equipo de trabajo que se encargó de coser todos los vestuarios de la Compañía Nacional de Teatro. Con paciencia y artesanía, ella y las otras costureras que pasaron por ahí vistieron el teatro costarricense con los géneros y lenguajes requeridos, desde el tergal hasta Shakespeare, desde el algodón hasta Molière, pasando por la seda, la tragedia, la farsa, el terciopelo, el chifón y el drama.

Vicky aprendió a coser al mismo tiempo que a leer y escribir. Estaba en primer grado cuando hizo, a mano, el primer vestido para una muñeca. Quería hacer lo mismo que su mamá, que podía vestir a toda la familia de una sentada. Vicky se ríe al recordarlo porque dice que, en sentido estricto, ni muñeca tenía. “Bueno sí, una ahí, chochita, que era para todas”.

“Todas” eran ella y sus seis hermanas. Cuando el elenco familiar se estabilizó, alcanzó los catorce miembros. Su papá siempre fue agricultor y, ya viejito, se hizo jardinero. “Éramos humildes, pobres, pero no de aguantar hambre. Papá sembraba de todo, maíz, frijoles, pepino, yuca, tomate, culantro. Teníamos una vaca, una cabra, gallinas, patos. Mamá llegó a tener hasta tres vaquitas”.

El 11 de junio de 1949, cuando Vicky vino al mundo en manos de doña María, la partera del pueblo, la familia aún vivía en Peralta de Turrialba, que entonces no era un lugar tan remoto pues el tren pasaba por ahí. A inicios de los '60, tras la avalancha del Río Reventado –y ya desaparecidas las vías férreas–, la familia volvió a echar raíces junto a una finca en El Repasto, a 2 km del centro de Turrialba.

Su mamá no le enseñaba, pero Vicky de todos modos aprendía, y así, sin preguntar mucho, fue como se hizo costurera, copiando los gestos y los cortes. De pronto hacía ropa para sus hermanas y sus amigas. Terminó el colegio pero no el Bachillerato, así que, una vez fuera de las aulas, empezó a ganarse la vida con lo que venía haciendo desde niña.

Al mundo del teatro llegó en 1978, cuando la CNT estrenaba Las brujas de Salem, de Arthur Miller, bajo la dirección de Daniel Gallegos. Luego vendrían otras como Invitación al Castillo y El enemigo del pueblo. Fue la amiga de sus primas, Pilar Quirós (jefa de vestuario en esa época), quien la llevó al taller de costura de la CNT en San José, a ver en qué podía ayudar.

El estreno de Fuenteovejuna, en 1979, marcó el triunfo decisivo del teatro sobre la voluntad de Vicky. “Quizá porque conocía la obra y conocía la historia”, dice ella, que había leído a Lope de Vega en el colegio, pero quizá también porque un montaje multitudinario como ese le permitió vivir la experiencia teatral en un escenario de verdad.

Vicky no olvida la primera vez que entró al Teatro Nacional y caminó más allá de los camerinos. “Fue lindísimo. Es que es otro mundo”.

“El pintor Fernando Castro era el vestuarista. Él nos daba el diseño y con él fuimos a comprar las telas. En aquellas épocas, el diseñador de vestuario tenía la obligación de entregar bocetos a la dirección”.

El amor de Vicky está justificado: era la época dorada del teatro en Costa Rica. En ese momento, la joven Compañía Nacional de Teatro –fundada en 1971– realmente le hacía honor a su bautizo, pues tenía un elenco estable de 25 personas –entre actores y actrices–, daba función todas las noches –excepto los lunes– y, a grandes rasgos, gozaba del interés general, algunos recursos y toneladas de público. Los directores extranjeros iban y venían. Había giras permanentes, nacionales e internacionales, festivales de verano, funciones para estudiantes. La intensidad era la única constante del trabajo. Todo ese auge decayó en 1986, especialmente con la eliminación permanente de la planilla de actores, pero ni esa ni ninguna otra crisis serían ya capaces de apartar a Vicky de su nuevo ecosistema.

Sentada frente a su máquina de coser, Vicky vio pasar a todos los directores de la CNT hasta marzo del 2013, cuando se pensionó, y en las máquinas vecinas siempre hubo alguna compinche con la cual compartir secretos del oficio y de la vida: Cecilia “Mita” Quesada, Vicky Golobio (ya fallecida), Aracely Valenciano, Silvia Jara, Virginia Ovares o su hermana Liliana Fonseca.

Se acostumbró a ir a los ensayos, papel en mano, y a familiarizarse con las escuelas teatrales, las épocas y las exigencias de la escena: todo un universo de necesidades técnicas y necedades humanas.

“Una vez llevamos una vieja a que nos ayudara a coser. Le dimos a doña Carmen Bunster, para que se hiciera cargo del vestuario de su personaje. Cuando finalmente terminó el vestido y doña Carmen salió a escena, se dio cuenta de que el personaje iba sentado en una silla de ruedas, y sin poder aguantarse, gritó: ¡Diay! ¡Tanto joder por el vestido y la actriz va sentada! El chiste se quedó entre nosotras y cada vez que queríamos saber cómo era el acabado de un trabajo, preguntábamos: ¿Bien hecho o va sentada?”

En 35 años de trabajo y con millones de obras estrenadas, Vicky midió a tres generaciones de intérpretes y se aprendió de memoria el cuerpo y la talla de la mayoría de ellos. Cuando se dio cuenta, conocía sus caprichos y necedades mejor que los de su propia familia. Por ejemplo, Vicky está segura de conocer al derecho y al revés la anatomía de Mariano González, pues fue “el actor más constante en trabajar con la Compañía”.

La confianza era la medida de todas las cosas entre el elenco y las costureras.

“A veces pinchábamos sin querer y a veces a propósito, pero ellos ya sabían. Si se ponían malcriados, salían pinchados”.

“Haydée de Lev usó el vestido verde en Una aureola para Cristóbal. Ella tenía 62 centímetros de cintura y así se mantuvo por años por años por años, pero todo hay que decirlo: la cintura más chiquita del teatro costarricense era la de Gladys Catania, con 59 centímetros. No pongás 60. Poné 59, porque nos regaña”.

Cuando Vicky comenzó su aventura teatral, su hijo mayor, Juan Manuel, tenía 2 años. Seis años después nació su segundo y último hijo, José Daniel. “Teníamos una jefa que no nos dejaba tener güilas. Era una administradora de la CNT, pero apenas se fue, parimos todas”.

De aquel entonces conserva su casita en Calle Blancos, que por suerte le quedaba a un brinco de distancia del trabajo, porque los horarios del teatro tienden a la vida nocturna y a la flexibilidad laboral sorpresiva. Primero entraba a las 8 de la mañana y salía a las 4 de la tarde, pero rapidito tuvo que adaptar su salida a las 6, porque con cada montaje había que hacer pruebas de vestuario, incompatibles con las horas de oficina.

Se divorció cuando el mayor dejaba la escuela y decidió que lo mejor era llevarse a ambos para Turrialba, donde estaba el familión y sus brazos abiertos. No se arrepiente, salvo que considera que quizá aún está saldando la deuda de tiempo que tenía con ellos pues ambos, hoy de 38 y 30 años, se fueron a vivir con ella.

Nunca se volvió a casar, favor que le debe, en parte, a su inseparable amigo, jefe y colega, Rolando Trejos, quien se convirtió en encargado del taller de vestuario a finales desde los años 80 y hasta la fecha, e incluso actuó como director provisional de la CNT cuando la institución anduvo descabezada. “Rolo me espantó todos los novios. Era peor que un marido, porque al marido uno lo puede putear, pero al jefe no. Decía que ninguno era lo suficientemente bueno para mí”.

Ni Vicky ha dejado el teatro ni el teatro la ha dejado a ella. La invitan todo el tiempo a los estrenos. No puede aparecerse por ninguna boletería porque la hacen pasar, con o sin invitación. Le costó un mundo salir del taller de la CNT, en parte porque tenía la mitad de su vida ahí metida, en cajas, bolsas, cortes y recortes. Duró tres meses sacando chunches y jalando baúles en un camioncillo. Entonces, como ya se fue pero nunca supo cómo hacerlo, a veces pasa a saludar.

Vicky explica que cuando la tela se cose mal o a la carrera, sin un acabado correcto, la tela se arruga. En el dialecto de las costureras, al menos en el de Vicky y sus colegas, a esos verdugones horribles se les llama “gusanos”. Vicky siempre ha sido intolerante con esa clase de parásitos, porque ella, si para algo tiene talento, es para la perfección.

“Uno de mis mayores sufrimientos en la costura es que las costureras no planchan lo que cosen. Y yo plancho y plancho y plancho. Cuando se estrenó el Serenísimo [La tragicomedia del Serenísimo Príncipe don Carlos] le dimos a coser unas casullas a una monja. Y viene la monja con los ruedos así, torcidos. Yo le pedí a Rolo que por favor le dijera algo a la monja, porque yo no iba a recibir esos vestuarios en ese estado. Entonces Rolo le dijo, muy amable: Fulanita, esto habría que plancharlo, ¿verdad? Y viene la monja y le dice: ¡Ay, mirá! ¡Es que se me arrugó en el bus! ¿Se me arrugó en el bus? ¡Y yo bufando! Como eran tantas casullas, la pobre monja planchó como 13 horas seguidas. Creo que desde ahí la traumé, porque luego llegó a vendernos las máquinas de coser. Claro, de ahí se nos quedó ese otro dicho, para justificar lo injustificable: ¡Es que se me arrugó en el bus!”

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