La milagrosa

Guadalupe West nació en Río Grande, en el antiguo departamento de Zelaya, en el caribe nicaragüense. Por allá aprendió a usar las manos como una extensión del corazón, para pescar, cocinar, coser o servir.

13/09/14 | 11:10am

Fotografías: Gloriana Jiménez

Lupita llegó a Costa Rica poco antes de que comenzara la guerra de Nicaragua, en el año 78, cuando las balas empezaban a silbarle por encima de la cabeza. Tenía 24 años, un hijo y pare de contar. También tenía una pareja que se quedó en Nicaragua y el espejismo de un amor que terminó de disolverse en San José. “Usted sabe que a veces los hombres traen cielo y tierra, pero después”.

Llegó sola y así se quedó, aunque en medio de esa larga soledad tuvo otros seis hijos, algunas relaciones que no la defraudaron totalmente y un pasaporte que demuestra que Lupita se ha ganado todos sus frijoles trabajando entre Costa Rica y la isla de Gran Caimán. Han pasado 36 años desde entonces.

Guadalupe West nació en Río Grande, Nicaragua, el mismo día que su hermano gemelo, Gilbert, en una gran familia de 9 hermanos. Ella se convirtió en la mayor de las mujeres el 7 de noviembre de 1954, en una región bañada por el mar y los ríos, entre Puerto Cabezas y Tasbapoint. Su infancia se endureció muy pronto, como a los tres años, cuando su padre, Jorge West, los abandonó. Tras una inspección familiar por parte de unas tías, a Lupita y a su hermano gemelo los mandaron a vivir con otras tías a un lugar relativamente cercano, Orinoco, una comunidad de pescadores y agricultores en el municipio de Laguna de Perlas. La idea era que pasaran una temporada fuera de la casa, mientras su mamá se acomodaba con el resto de los niños, pero como dicen, no hay nada tan permanente como lo provisional.

Más tarde, una prima hermana de su madre, casada y sin hijos, acogió a Lupita en su casa de Corn Island. Florencia Queen López se convertiría en Tita Pan, su madre adoptiva –“muy estricta”– mientras que Waldran Queen Hogdson no se convertiría en su papá, sino en Míster Waldran.

Lupita creció entre Orinoco y Corn Island y la tierra firme de los barcos que llegaban desde Bluefields. Lo primero que aprendió fue a pescar, pero llegó hasta sexto grado y se educó lo suficiente como para leer, escribir y rezar de por vida.

“En esa parte, todos la gente cuando éramos pequeños saben pescar. Desde que se puede sentar en un bote, ya aprende a pescar”.

Aún hoy Lupita ama la pesca y, si pudiera, iría todos los días al borde del océano a echar su cuerda lo más lejos posible. Sus anzuelos han sacado tiburones, langostas y hasta tortugas. “¡Pero eso sí, tengo que soltarlo de una vez porque son cinco años de cárcel!”

Leonardo West, Florence West Centeno, Karol West Centeno, Aarón Gadea West, los gemelos Lisbeth y Justin Gadea West (que este mes cumplen 17 años) y Andrew Gadea West. La lista de sus hijos es sustanciosa y aún sigue invicta comparada con la de las nietas, que son únicamente tres: Amy, Kineisha y Kishany. De todos ellos, solo Leonardo, el mayor, nació en Nicaragua, aunque es costarricense por adopción.

“Yo soy la única nica de la casa”, bromea Lupita.

Lupita cuida a las pequeñas en su casa, en un barrio popular en las inmediaciones de La Aurora de Alajuelita, que dicen que se llama La Verbena. Ir a la escuela es uno de los mayores placeres en la vida de Kishany y la abuela, complacida, la lleva y la recoge cuando hace falta, que es casi a diario.

El resto del tiempo cuida a las otras dos nietas, prepara comidas especiales por encargo, hace los oficios domésticos de la casa y atiende a don Jorge West, su padre biológico, hoy de 85 años y con “un poquito” de alzheimer. Lo cierto es que las manos de Lupita son su biografía. Ellas son su herramienta de trabajo, y con ellas también defendió a sus hijos de la orfandad y el hambre. “Yo no tengo gran preparación, pero Dios bendijo mis manos”, dice. “Todo lo que hago, lo hago con amor”.

La casa de Lupita es un lugar de paredes celestes y piso rojo, que huele a cera, a pan, a coco y a jengibre, tremendamente limpio y ordenado para la multitud que la habita. En los tres cuartos se acomodan nueve personas, aunque el abuelo West –por prerrogativas de la edad– disfruta de uno de los cuartos sólo para él.

Ahí, el que no trabaja, estudia, y el que no estudia, arrastra las materias antes de ser arrastrado por Lupita de vuelta a las aulas. Algo sugiere que a su determinación es mejor no ofrecerle resistencia, porque eso puede convertirla en algo aún más vehemente, y no precisamente porque la voluntad de Lupita tenga indicios de violencia.

A Lupita es imposible imaginársela gritando, ni siquiera en el más encarnizado de los pleitos. Le gusta mucho conversar y su voz es tan tersa que acaricia los sentidos. Cada vez que puede –y siempre puede–, intercala sus expresiones con la palabra “amor”. ¿Qué pasó, amor? o Entonces, amor… o Amor, como te estaba diciendo… Al contrario de lo que suele ocurrir, conforme avanza su relato, su voz no se enciende sino que se extingue, hasta quedar convertida en un delicado susurro que no pretende alterar o convencer a su interlocutor, sino adormecerlo, hipnotizarlo, doblegarlo. “Paciencia”, reza Lupita. “Uno tiene que tener mucha paciencia”. En ella, esa virtud parece ser algo que está más allá del tiempo y el espacio, algo sobrenatural que podría superar, incluso, a la muerte.

Aunque su bondad parece un rasgo genético, para Lupita es una lección aprendida. “Yo saqué un curso en el Imas, como de un año. Se llamaba Creciendo Juntos. Era un poquito de todo: de familia, de tus hijos, de vecinos. Un programa para quitar violencia y cómo uno puede llegar a cambiar”.

Un té de zacate de limón hierve en la cocina, que es como decir la oficina de Lupita. En el horno hay pan de coco y patí. Podría decirse que es el mejor patí del mundo, pero tal vez la frase sea inexacta y haya que decir “del universo”. No son las 11 de la mañana y Lupita ya terminó de preparar media docena de platillos. El menú está prácticamente listo: rice & beans, yuca con coco, pollo caribeño, fresco de jamaica y jengibre, ensalada de banano verde…

En estos oficios, Lupita es una experta. Su cuchara es uno de los mejores argumentos a favor de la paz mundial, el desarme nuclear, la recuperación de los ecosistemas… Casi toda su vida laboral se desempeñó como cocinera y ama de llaves, especialmente con diplomáticos europeos y estadounidenses. Tiene toda la vida de hacer magia con la comida y, cuando no lo hace para ella, lo hace para otros. Prepara lo que le pidan, dice, porque ella todo lo hace con gusto. Parte de sus ingresos actuales provienen de su talento culinario, aunque dice que ahora nota un cansancio que antes ni se imaginaba.

“Hacer patí es cansado, porque todo se hace a mano. Creo que tengo el hombro un poco desgastado”. Aunque inmediatamente se acuerda de un compromiso que tiene pendiente. “¡El 10 de enero se vence mi residencia! ¡Voy a tener que hacer mucho patí!”

Casi todos sus utensilios de cocina fueron regalos de sus amigos y patrones en Gran Caimán, a donde Lupita viajó cuantas veces fue necesario para sacar adelante a su familia y terminar de pagar su casa, la cual estuvo a punto de perder hace pocos años por un millón medio de colones. “Alquilar casa con seis hijos es imposible. Es mentira. Tener una casa es el sueño de cualquiera”, dice. Sus herramientas de trabajo, pero también cada papelito y cada fotografía de esa época, son más que recuerdos de un pasado remoto: son la presencia de lugares y personas a las que ella les guarda su eterno agradecimiento.

“Guadalupe is a top –notch housekeeper/cook who takes great pride in her work and also very easy to get along with”, dice una de las cartas de recomendación que le dieron antes de irse.

En ese entonces, Lupita tenía 15 años de vivir con el papá de todos sus hijos Gadea West, Alberto, aunque no por mucho tiempo más. Antes de irse a Gran Caimán, dejó en su casa a una muchacha para que colaborara con los oficios domésticos, mientras su hija mayor y su marido se hacían cargo de la casa, pero un día la joven no volvió. Su hija Florencia llamó a Lupita por teléfono para explicarle lo sucedido y decirle que había una vecina interesada en el trabajo. Entonces Lupita desconfió, pero aceptó. Al poco tiempo, empezó a soñar que su marido estaba con otra mujer. “Hasta que una noche soñé que él me daba una bolsa, y me decía: Aquí te manda fulana. Cuando abrí la bolsa, estaba llena de clavos, pero los clavos tenían forma de letras. Y cuando acomodé las letras sobre la mesa, me di cuenta de que formaban la palabra amor. Entonces pensé: Qué raro. ¿Por qué ella me manda esto a mí?”

Ese fue el principio del fin. “Yo estaba mandando plata pero ellos estaban haciendo fiesta”. Lupita terminó su relación con Alberto (quien se fue con la fulana), siguió yendo a trabajar a Gran Caimán y no paró de hacerlo hasta que le dijeron: Esta casa es suya.

Durante varios años, Lupita trabajó como cocinera en un asilo de ancianos. Ahí vivía un señor cuyo carácter era imposible, pues vociferaba e insultaba a cualquiera, a todas horas. El hombre no tenía parientes ni amigos y nadie llegaba a visitarlo. Lo aguantaban básicamente por caridad, pues no pagaba una renta, a diferencia de la mayoría de los residentes. Lupita lo notó desde la primera vez que llegó: entró saludando y dando los buenos días, pero el hombre no hizo excepciones con ella, sino que fue tan insolente y grosero como de costumbre. Lupita tampoco se dio por enterada. Los insultos le entraban por un oído y le salían por el otro. Todos los días se acercaba y le preguntaba: ¿Qué vas a querer hoy, amor? ¿Te gustaría que te prepare algo especial?

Lupita supo que el hombre había vivido en la calle desde que era niño y que de ahí lo habían sacado para ingresarlo al asilo. “Daba lo que había recibido”, dice Lupita. El viejo rabioso se convirtió en su favorito. Cuando era la hora de comer, Lupita le servía de primero y, aunque trataba a todos los residentes con mucha consideración, siempre tenía un gesto especial con él, o unas palabras más amables, para que supiera lo importante que era para ella. La furia del hombre empezó a quebrarse y, al cabo de los meses, la esperaba en el portón cuando llegaba, y la despedía ahí cuando se iba.

Pasaron varios años hasta que un día Lupita decidió irse. La nueva oportunidad de trabajo en Gran Caimán, con un mejor salario, le permitiría pagar su casa. Cuando Lupita se lo comunicó a los residentes, todos protestaron. Ella les prometió volver apenas juntara algo de plata. Lupita aún recuerda lo que el viejo le dijo: “No creo en dios pero creo en los milagros, porque es un milagro que usted haya llegado hasta aquí para cambiarme”.

Lupita se fue a Caimán y cuando finalmente regresó a Costa Rica, inmediatamente fue al asilo. Habían muerto cuatro ancianos, su viejo entre ellos. Lupita lo recuerda todos los días, porque esa es una de las relaciones más importantes que ha tenido hasta el día de hoy.

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