Olimpo Crown

​Jugó <i>La </i><i>Sele</i> pero ganó Keylor. Nos fuimos a penales contra Grecia y la Plaza de la Democracia, en San José, sufrió un infarto masivo pero atajó los goles a gritos. Ganamos. Antes éramos ticos. Ahora somos inolvidables

29/06/14 | 20:50pm

Fotos: Gloriana Jiménez

En primer lugar, hoy no es domingo, sino el día en que Costa Rica juega contra Grecia y se disputa, por primera vez en un mundial de futbol, la posibilidad de pasar a cuartos de final siendo el líder de su grupo. En segundo lugar, hoy es domingo y, por lo tanto, la capital de San José se trasladó a la Plaza de la Democracia, donde varios millones de personas se reunieron para ver el partido en una pantalla gigante.

Para contar lo que está a punto de ocurrir, lo único que necesito es un buen centro, aunque me conformo con cualquier hueco. Esto último es mucho más fácil de encontrar, porque aquí nadie vino a hacer gala de cortesía y la muchedumbre prefiere morir asfixiada que cederle un milímetro al prójimo.

Una vez ubicada en una zona alta, analizo mi situación. No veo un carajo, pero eso no es lo peor: tampoco oigo lo que se supone que hay que oír. La multitud solo se escucha a sí misma y la narración deportiva es una promesa sepultada en el horizonte de la euforia. Detrás mío siento el aliento de una masa indeterminada de seres humanos dispuesta a desbordarse cuesta abajo en caso de gol. Ante semejante panorama, pienso que lo mejor sería que se viniera un diluvio para limpiar un poco el área, pero a falta de recursos divinos, decido que la cercanía de un bebé dormido es una especie de salvoconducto hasta el segundo tiempo, cuando menos. Disimuladamente, me acerco al cochecito y le mando a su mamá una sonrisa hipócrita pero honesta. Le soy honesta, señora.

Alrededor, el escándalo viaja a la velocidad de la luz. Estoy desorientada. No sé si soy de aquí o soy de allá. ¿De dónde viene el clamor de las graderías, con sus gritos, trompetas y tambores? ¿Gritamos aquí o gritamos allá, en el Arena Pernambuco?

Poco a poco, el gentío se acomoda. Para cuando ambos equipos dejan de cantar el himno, nosotros también hemos ganado algo de visibilidad gracias a que un animal con sombrero decidió, finalmente, quitarse de donde estaba. Sin ninguna duda, estoy en el peor lugar del mundo para ver este partido, porque aquí se esconde el verdadero significado de la lucha de clases y más aún: aquí se justifica la diferencia de clases y, sobre todo, lo necesario que es ir a clases.

A mi izquierda, una muchacha encaramada en un macetero está dedicada a amputarle varias ramas a un palito, porque le estorban, aunque bastaría con hacerlas a un lado. Más abajo, adonde empiezan las escaleras, una pareja decidió que, a falta de cuna para su hijo pequeño, tenían las gradas. El riesgo de tenerlo ahí, por supuesto, no corría por su cuenta, sino por la de su hijo mayor, obligado a cuidar solito el paso de la muchedumbre. “¡Ya no deje pasar más gente! Vea a ver si majan a su hermano, idiota!”

Todo el mundo fuma mecha, pero nadie invita. Del cielo caen gotitas que podrían ser de lluvia. Sigo rezando por un baldazo hasta que el pinta número 5.800 exclama a mis espaldas: Si se viene el agua la hacemos toa.

Aunque es pronto para enseñarle castellano a los griegos, los madrazos crean una barrera natural entre los espectadores y la pantalla. ¡Cuál es! Escupir insultos también es un deporte extremo. Una chica a mis espaldas debería cotizar sus gritos en las películas de terror. Qué buen galillo, mujer. Carburadas por la cerveza, las trompetas plásticas chorrean babas recién nacidas. Supongo que aún están tibias pero es preferible no averiguarlo. Lo mejor es volver a la pantalla y saborear el sudor de esos griegos, que viéndolos bien, están para meterles una buena goleada.

El juego es agresivo, aquí y allá. Trato de mantenerme alejada de las trompetas y de su baño de entusiasmo, pero es que los griegos están dispuestos a quedarse con la camiseta de los ticos en la mano con tal de no dejarlos arrimarse a la portería, entonces la gradería truena y revienta todo lo que tiene a mano. Ante un penal contra Campbell –uno no pitado, por supuesto– alguien pega el grito al cielo: ¡Casi se lo lleva a la casa, malparido!

Prácticamente todo el mundo anda con una lata en la mano, algunos, incluso, toman birra con pajilla, lo juro. Otros sacan botellas de vodka barato y cajas de jugo, para tragar y rematar. La droga favorita sigue siendo una. La canción que dice Agárrense de las manos debería ser más realista y adaptarse. Lo que toca es Agárrense de las mechas. Quizá el árbitro está mareado de tanto jalonazo, pero, de este lado de la cancha todo el mundo está viendo faltas no pitadas contra los ticos.

Y se acaba el primer tiempo. Mamá amasa la masa y la masa se moviliza. Algunas parejillas se apretan. Guácala. Me voy a quedar ciega. Ese que llaman pueblo anda uniformado con camisetas de La Sele. La Plaza está sembrada de abuelas, bebés, muchachos, chiquillas y gente genérica. Gorras, pañuelos, piercings, chonetes, tatuajes, chores. Viendo el espectáculo apocalíptico, viene a mi mente aquel viejo axioma del realismo sucio que reza: La materia no se crea ni se transforma solo se destruye. Una gorda culona y tallada me enjacha la libreta de apuntes pero, más que al robo de ideas, temo al mal de ojo. Bruja. No me sale la crónica. Todo esto pasa y no pasa, porque los sucesos son un torbellino de situaciones interminables y entre el gentío solo existe el vértigo y el éxtasis. Me siento como un vegetal fumigado con veneno.

El segundo tiempo arranca en el mismo estado de agitación. Como no se oye nada de lo que pasa, uno se entera de los sucesos con delay. Aquí debería estar la traductora del PAC haciendo muecas. Cuando vuelvo a la pantalla se viene el gol de Costa Rica. ¡¡Goooool!! ¡Llueven hojas recién cortadas! La Plaza tiembla. Las gargantas se despellejan bajo una lluvia de cerveza y confeti. Justo en el momento en que iba a ser abrazada o besada por una multitud, no sé cómo, pierdo el equilibrio y me voy resbalada para el suelo. Es lo que comúnmente se conoce como “caída preventiva”. Tengo el codo herido. Debería pedir alcohol para limpiarme, sobra dónde. Me duele. No importa. ¿Qué es este chollón comparado con el dolor que deben estar sintiendo los griegos?

El partido avanza. La emoción arrasa. Ante los intentos griegos de gol, los alaridos no se hacen esperar: ¡Sueñe, pa, sueñe! Qué partido más duro, y eso que esta tarde he probado la dureza de las cosas. ¡Vamos Sele! ¡Vamos, Chiqui, vuélvase loco! Tarjeta amarilla para Bryan Ruiz, que en griego se dice Árbitro hijueputa.

La que se vuelve loca es la Plaza. Las banderas de Costa Rica ondean sobre una nube de mecha. Se acerca el final del partido. Sí se puede, sí se puede, grita el gentío. Pero entonces, gol de Grecia. Gol a traición. Gol al fin. Maldición. Por un instante, la Plaza se apaga. Es como si se fuera la luz.

Los tiempos extras son una pesadilla. Dos pesadillas. La multitud no está desalentada porque allá en la cancha los ticos son fieras. Un relajo. Una jauría. Hace rato que La Sele dejó atrás su apellido de casada, Concacaf. La Plaza no se da por vencida y sigue a sus jugadores como si éstos pudieran escucharlos. Me siento en la gramilla a esperar el gol, pero lo que se vienen son los penales. No quiero ver. Tengo que ver. La multitud aúlla. Sí se puede, sí se puede. El confeti cae lentamente, tan despacio como las lágrimas. Acostumbrados a ganar, ganamos.

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