Su Majestad

Lucir desarreglado, ser descortés o escribir con mala ortografía son cosas que él, sencillamente, no puede hacer. Artista, diseñador, <i>gourmet</i> y creador de una gastronomía ‘cardiosana’, Miguel Casafont es la prueba viviente de que no todos somos iguales

11/10/14 | 12:07pm

Fotografías: Gloriana Jiménez

Miguel pintó un pequeño corazón de líneas anatómicas y lo colgó a la altura de los ojos, frente a su banda caminadora. Lo hizo por una razón muy simple: él siempre ha sido inflexible con las normas de etiqueta y necesitaba que éste le recordara a aquel otro la obligación de latir con puntualidad. ¿Por qué habría de hacer excepciones con un órgano indisciplinado?

Mucho menos después del 20 de noviembre del 2010. Ese día, su vida dio un giro imprevisto: a los 51 años recién cumplidos, Miguel tuvo un infarto. Llegó al hospital convencido de que era una colitis nerviosa, pero estaba gravísimo. Los doctores se lo dijeron sin mucha ceremonia: tenía pocas probabilidades de sobrevivir. Él no se lo tomó a la tremenda sino más bien al contrario. “Dios mío, diay, me tengo que ir. Me quiero ir en paz”. Más tarde se enteraría de uno de sus diagnósticos: aterosclerosis coronaria.

Miguel se despidió de su familia por teléfono, pero después de dos días internado, salió vivo del centro médico.

Al cabo de un mes en cama, fue a consulta con el cardiólogo, que lo mandó de inmediato al Calderón Guardia. Sin tiempo que perder. Pasó por el quirófano y sobrevivió a cateterismos, transfusiones y cirugías hiperrealistas. Le abrieron el pecho y le detuvieron el corazón con cloruro de potasio. Incluso estuvo tres días en coma.

“Yo amo La Caja y amo el Seguro Social. Poné eso”.

Una vez dado de alta, Miguel retornó a su rutina tal y como la conocía, el arte y la docencia universitaria, excepto por una cosa: su vida de sibarita sufrió una mutación genética.

Cero grasa nunca más. Una copita de vino si acaso. Dos cucharaditas diarias de azúcar como máximo. Frituras never. Cero fiambres. Dos porciones de postre al año. Nada de sal marina. Un esfuerzo supremo para cualquier mortal, pero no para Miguel Casafont.

Armado de todo el refinamiento y la creatividad de que es capaz, Miguel lo superó a su manera. ¿Cómo? Escribió un libro: La cardiodieta Casafont, que saldrá a la venta en noviembre. El peso que perdió –25 kilos–, aligeró su carrera literaria. Miguel tiene otros cuatro títulos haciendo fila.

–¿En qué te podés exceder?

–En nada.

–Qué desgracia.

–Es un cambio de vida. Hay cosas que no se pueden. Y punto.

“Si no me tomo los medicamentos, no hago ejercicio y no sigo la dieta, sencillamente me muero. Ese es el problema con la mayoría de los pacientes con enfermedad cardiovascular, que no hacen caso. No creen que se van a morir. En este país, las cifras son alarmantes. Cuando a la persona le dicen cáncer, la persona hace caso, pero cuando le dicen enfermedad cardiovascular, casi nunca hace caso… Como no duele nada. La enfermedad de mi corazón yo aún la tengo, porque uno nunca está totalmente curado. Tengo la condición de que mi cuerpo produce exceso de colesterol. Mis médicos dicen que soy un paciente estrella, porque hago caso en todo”.

Miguel hace una pausa para meter al horno un enorme trozo de salmón, previamente aderezado con hierbas, limón y pimienta, más una fina (finísima) capa de mostaza dijon y miel de abeja.

“Este es el primer libro de cocina que hace un paciente para otro paciente”, explica Miguel, mientras da vueltas por una cocina ampliamente equipada con espárragos, tomates, quesos livianísimos y aceite de oliva extravirgen sin filtrar.

“Me lo pregunté muchas veces. Cómo hago una dieta divertida para las personas que tienen problemas cardiovasculares pero también para las personas que quieren verse bien, porque es una dieta completamente saludable. Fueron dos años de experimentar con las recetas. Se puede hacer una comida sana, riquísima, sin que lleve mantequilla ni mayonesa”.

–Mi caso es igual al caso de Clinton, exactamente igual, dice Miguel mientras corta un jugoso trozo de carne rosada.

–Yo diría que el caso de Clinton es igual al tuyo.

–Exactamente.

–Y que debería comprar tu libro.

–Por supuesto.

La casa de Miguel en Sabanilla, donde vive desde hace cuatro años, es una mezcla de galería, sede diplomática y jardín botánico de inspiración asiática.

Lotos, orquídeas, nubes, copas, espejos, alfombras, caballetes, chandeliers. Todo real o pintado a mano, igualmente real.

Miguel es un imán que camina por el mundo.

Cada rincón de su casa evoca viajes y travesías, pero sobre todo, itinerarios que lo han recorrido también a él, como si Miguel, en un arrebato de buen humor, hubiera tomado prestadas las palabras de Paul Bowles en El cielo protector: “Mientras el turista se apresura por lo general en regresar a su casa al cabo de unos meses o semanas, el viajero, que no pertenece más a un lugar que al siguiente, se desplaza con lentitud de un punto a otro de la tierra”.

–Hay un olor como a limón. ¿Sos vos o es la casa?

–Es Un jardin sur le Nil, de Hermès.

En la típica relación calidad-precio, sus vinos son casi tan finos como sus medicamentos. De ambos productos tiene cajas y cajas y, su relación es similar con ambos universos: no se obsesiona, pero jamás lo descuida.

Después del evento cardiovascular, a Miguel no le costó reinventarse, porque desde siempre fue riguroso y perfeccionista. Había sido un disciplinado nadador y nunca había fumado. Además, gracias a una beca Fulbright, hizo su carrera de diseñador en uno de los centros más competitivos y exigentes de Estados Unidos –Pratt Institute– donde fue asistente de Eve Sonneman y se graduó con honores a finales de los años ‘80.

Empezó a leer a los 5 años, guiado por su mamá, y a los 9 años le regalaron su primera Ilíada.

“Mis padres eran grandes lectores. Mi papá tenía una biblioteca impresionante. Ahora, en ves de bibliotecas, la gente tiene televisores de plasma”.

Aunque era el hermano mayor, Miguel prefería jugar con su imaginación, pues era mucho más divertido y mucho más higiénico. “Teníamos un teatrino y hacíamos títeres, donde representábamos a los clásicos. Pintaba y dibujaba todo el día. Mi hermano Francisco y yo éramos dibujantes compulsivos. Hacíamos juegos de magia e inventábamos muchísimo”.

Las lecturas que Miguel Casafont hizo de niño se convirtieron en los rasgos de su identidad, por no decir, en su horóscopo anticipado.

Maupassant, Los hermanos Karamazov, Cien años de soledad, Julio Verne. Simbad el Marino, Las mil y una Noches, Las mil caras de Bangkok. Su cuento favorito era La Bella y la Bestia.

“Yo aprendí a leer con estos libros”, dice Miguel, trayendo a la mesa un conjunto de antologías de cuentos chinos y escandinavos y europeos, volúmenes que él mismo firmaba o que su mamá le entregaba ya firmados. “En las vacaciones de primer grado, leí Corazón, de Edmundo de Amicis”.

“Con razón uno está loco”.

Miguel aborrece el conflicto y adora la belleza. No es que él ame la belleza, es que la belleza lo ama a él. Es ácido, irónico, crítico, culto, atento, elegante. Combina sus prendas y sus zapatos con el mismo estilo que combina su sentido del humor y su charming.

“El humor es otra cosa. La gente se hace muy graciosa tirándose el chicharrón, el chifrijo y la empanada frita. Se creen muy graciosos”.

Cuando la ocasión lo amerita, sabe reírse a carcajadas, pero eso sí, con el roce de una alfombra roja bajo sus pies, porque primero muerto que sencillo.

Sus manos son el síntoma de su personalidad, y tan bellas son, que fueron utilizadas para la película La conquista del Paraíso, de Ridley Scott. Cuando el director quiso hacer planos cerrados de las manos de Cristóbal Colón (interpretado por Gerard Depardue) usó las manos de Miguel.

Miguel transformó su enfermedad en una oportunidad. “Blessing in disguise, como dicen en India. Una bendición oculta”.

“Mi regla es que por porción no tenga más del 2% de grasa no saturada. Cualquier cosa que tenga grasa saturada no se puede consumir. Y hay que leer bien las etiquetas. Los primeros cinco ingredientes que salen en la lista de elaboración, es lo que más tiene el producto. ¿Más pescado?”.

“Hay muchas modas y muchas cosas que la gente cree que son sanísimas y no lo son. Sobre muchos temas no hay estudios y la gente inventa. En las redes sociales, a la gente le encanta poner esos inventos sin base científica. Las cosas tienen que llevar estudios, por eso creo en los fármacos.”

“Ponelo en el artículo. Yo odio cuando la gente me dice: ¿No has pensado en algo natural? No, no hay nada natural. ¿Otro pedacito de pescado? ¿Viste qué jugoso? Y no tiene nada de grasa. Diez minutos exactos en 375 grados”.

En cuestiones alimentarias, Miguel Casafont ya no confía ni en el aguacate.

Su biografía no autorizada podría decir algo así: “Miguel Casafont Broutin es un artista costarricense nacido en el Paseo Colón de San José de Costa Rica el 16 de setiembre de 1959, hijo de Ana Isabel Broutin Pochet y Miguel Casafont Seco, de origen francés y catalán, predestinado a las Bellas Artes pero reducido a la docencia universitaria, mejor conocido en el ciberespacio como Su Divina Gracia. Algún día recibirá el Premio Nobel de Caligrafía”.

AmeliaRueda.com

Noticias, reportajes videos,

investigación, infografías.

Periodismo independiente en Costa Rica.

(506)4032-7931

comunicados@ameliarueda.com

Privacidad