El autodidacta

​Gerardo Ruiz aprendió a tocar batería con los tarros de pintura que usaba para guardar esmaltes: así se hizo músico y así se hizo rotulista. Aunque ya se retiró de los escenarios, el público sigue reclamando sus obras. Para él, la avenida 10 no es una calle, es una galería

20/09/14 | 11:53am

Fotografías: Gloriana Jiménez

Gerardo Ruiz pintó una virgen en la casa de su novia Marielena Ulloa. El trabajo le tomó dos días, en una pared muy alta que ahora parece una gruta, cerca de la cocina: en primer plano, una niñita de espaldas, con vestido rojo y dos trenzas; en segundo plano, una mujer blanquísima y con las manos juntas, y en tercer plano, un par de árboles sin montañas. La escena sugiere lo de siempre: que la virgen, agazapada en mitad del campo y generalmente desde lo alto de una piedra, se le aparece a una criatura inocente para proporcionarle información celestial. Parece una imagen vista mil veces pero, en realidad, esta no fue copiada de ninguna postal ni de ninguna parte. “Yo lo inventé. Mejor dicho: original”, explica el pintor. Después de 6 años de noviazgo, Gerardo conoce bien a Marielena, quien trabaja en una sodita en Santa Ana como ayudante de cocina. Él sabía lo que hacía cuando empezó su labor y la reacción de ella frente al trabajo terminado no fue una sorpresa. “Está como loca esa muchacha. Es que es muy devota a la virgen”. Lo mejor de todo, dice el autor, es que no será necesario abandonarla en caso de mudanza, porque no habrá mudanza: la de Marielena es casa propia.

Don Gerardo está muy familiarizado con el retrato de ficción. Desde niño le encantaba dibujar bambis, corazonesdejesús, hombrearañas… En las aulas de la vieja escuela John D. Rockefeller, de Turrialba, la maestra de religión siempre le pedía que inmortalizara las parábolas en la pizarra, porque quizá con sus motivos –y no con los de ella– daban más ganas de creer o al menos de poner atención. Mientras los compañeros solicitaban de vez en cuando su propio dibujo, Gera descubrió su pasión por las tipografías: copiar las diferentes letras que aparecían en las revistas también era un desafío, un deleite, una misión. Ningún personaje tenía completa su personalidad si no gozaba de carácter tipográfico.

La música también fue una revelación precoz. “Empecé a tocar batería con los tarros de pintura. Los agarraba y hacía bulla”. Cuando regresaba de la escuela era cuando comenzaba su vida autodidacta. “Armaba los tarros y luego me ponía a pintar. Cuando llovía, me gustaba mucho dibujar. Llovía mucho”. Su hermano Roy y él se hicieron músicos a punta de abollar tapas metálicas. “Mi infancia fue muy linda”, asegura.

“Le ayudaba a mi viejito en el taller de carpintería desde la edad de 11 años, a hacer muebles, pintar casas… Por eso yo hago muchas cosas de carpintería y electricidad, porque yo también hago muebles, negra”.

También alzaba pesas, practicaba boxeo y nadaba. En el balneario turrialbeño 'Las Américas' los muchachos organizaban competencias de pulsos que él ganaba, aunque no eran las únicas: en la reiterada apuesta de tomarse un fresco en el fondo de la piscina, él resultó invencible. Conforme fue haciéndose mayor, Gerardo Ruiz siguió arrastrando consigo sus primeros entusiasmos, empeñado en ejercitarlos para no perderlos nunca, empujándolos siempre hacia adelante.

Era buen estudiante, dice, y a veces hasta se sacaba cienes. “Me quedé en segundo grado. Tal vez no era tan bueno… por algo fallé”. Cuando llegó a sexto ni siquiera se planteó la posibilidad de ir al colegio, porque ya estaba trabajando en lo que le gustaba, y porque lo que le gustaba lo enamoraba todavía más al ser su fuente de ingresos.

A los 13 años, Gerardo Ruiz tocaba de tal modo que estaba a punto de convertirse en un músico de verdad, de los que sacrifican todos sus fines de semana tocando en lugares remotos a cambio de una escuálida planilla. A los 14, le vendió su primer rótulo a la mueblería Varela, en Cartago. Era 1976. “Fue así como me hice famoso. Músico y rotulista ahí mismo”.

No temprano, sino tempranísimo, don Gerardo se inició en la vida nómada del músico y artista de la rotulación. Anduvo por Guápiles, Turrialba y Cartago centro, donde vivió largo tiempo. A los 19 años ya era pieza fundamental de la Banda Azul. Más tarde pasó por conjuntos de música popular como Oro Musical, La Fabulosa Latina, el Grupo Tropical, la Orquesta Matambú, Buena Nota, Tabú y Costa Brava.

–Dónde no andábamos–, suspira.

–¿Conoce todos los salones de baile de Costa Rica?

–Uuuuuuuuh.

“Lo bonito de la música es que uno conocía amistades, pueblos… Hasta la frontera de Panamá íbamos… San Carlos… Guanacaste… Tambor… Paquera… ¿Sabe con quién estuvimos tocando? Con Daniel Santos… lo acompañamos con La Fabulosa Latina en el Corobicí”.

Don Gerardo abandonó la música el año pasado, pero está a punto de comprarse una batería de seis tambores, dice, para dar clases de nuevo, agrega. Ojalá, precisa.

De noche tocaba batería e incluso cantaba, y de día se la jugaba a mano alzada, poniéndole vida y color a la fachada de cuanto negocio así se lo solicitara.

“Siempre me gustó el arte de la pintura y la música, y me dediqué a eso”, dice don Gerardo, mientras restaura un rótulo en la puerta metálica de la mueblería Alfaro, en barrio Don Bosco, un jueves a mediodía, poco antes de que el riguroso diluvio de la tarde paralice su jornada.

“Ser rotulista es un arte”, reflexiona.

“No cualquiera lo puede hacer. Digamos, un paisaje de dos metros te lo hago en dos días, mientras que otros pueden durar meses”.

Pinceles, escuadras, lápices, brochas, pistolas, esmaltes. Amarillo, azul, rojo, blanco, negro. Esmalte sobre lata, casi siempre. O sobre madera, de vez en cuando. El rótulo que hizo para la compra y venta Libro Azul es uno de sus favoritos, “porque es sobre madera, pero no parece”.

En realidad, gran parte de la avenida 10 de San José está decorada con sus rótulos. Algunos tienen pinturas y dibujos y otros no, eso depende. Si el cliente no le da un diseño específico, él tiene la suficiente creatividad como para proponer y sugerir cualquier aspecto relevante: colores, tamaños, estilos y motivos, pero si el cliente le da un modelo, él lo sigue al pie de la letra.

Su secreto es tener sentido de la proporción pues, como demuestra, papel en mano, cada vez que hace un diseño va haciendo guías, como quien siembra estacas en un terreno en el que está a punto de construir una casa. En general, a don Gerardo le encanta utilizar las servilletas como si fueran el mejor soporte para hacer gala de su talento.

“Todo el tiempo me llamaban y nunca he salido a buscar trabajo. Claro, si veo que están haciendo un nuevo establecimiento, paso y dejo tarjetas”.

Sale a trabajar todos los días y si el contrato es a la intemperie, lo único que lo detiene es la lluvia. Cuando eso sucede, se encierra en un pequeño apartamentito que alquila en barrio Los Ángeles, donde tiene su casa-taller. De lo contrario, su vida es la calle, donde todo el mundo lo conoce y donde todo el mundo lo ha visto cargando sus brochas.

“Acuarela he pintado mucho. Hice una vez un cuadro, en el ’79, una pintura original mía. ¡Viera qué lindo, un bosque! Mío, original. Me pagaron 13 mil pesos. Imagínese usted”.

–¿Era un pintor muy cotizado?

–Sí, claro.

–¿Y la gente siempre lo buscaba para que usted les pintara cuadros?

–Sí, claro.

–¿Y qué?

–Y contentos.

Una de las obras murales de las que más se enorgullece don Gerardo está en Tortuguero, en unas cabinas donde hace seis años pintó un bosque de 9 metros de largo. “¡Viera qué lindo!”

“Yo veo que los rótulos producen más que el paisaje. Con la pintura, la gente dice: ¡Qué bonito! Pero no valoriza lo que cuesta. Es bonito, pero qué caro. Mientras que el rótulo la gente lo usa y lo necesita. Por eso lo buscan a uno. Yo también soy pintor de brocha gorda. Yo le hago a todo. Gracias a Dios, de hambre no me muero”.

Don Gerardo es pequeñito, risueño, amable, con una timidez que le retuerce los labios. “Cuesta que me enoje”, dice. “No sé ni qué es odiar a una persona”.

Nació en el hospital San Juan de Dios el 26 de marzo de 1957. Tuvo 12 hermanos pero incluso hoy no los conoce a todos. Se crió en Turrialba con sus tíos paternos, Jorge McDonald, carpintero, y Emma Bins, costurera, y sus primos fueron sus hermanos. No era mayor de edad la primera vez que intentó formar una familia, pero no logró sostener el precario equilibrio entre él, su novia –también adolescente– y sus dos hijos pequeños.

Cuenta que, una vez separado, él se llevó a los niños a vivir a Turrialba. Su mamá le ayudaba a cuidarlos mientras él se ganaba la vida como músico. “Estaban gorditos, lo más lindos”, dice. Hasta que un día, sin previo aviso, su ex pasó a recogerlos. No fueron los únicos hijos que tuvo, aunque hoy no vive con ninguno.

En su dilatada carrera, Don Gerardo ha sido parte de muchas historias. El negocio 'La Bobina' es una de ellas. Como trabajó ahí durante varios años, el lugar –especializado en la venta de máquinas de coser– se convirtió en una especie de galería personal del artista Ruiz López, y decorar las paredes se volvió parte de sus labores. Tras su paso por el negocio, 'La Bobina' se llenó de tantos ratones que incluso hoy día parece una ilustración de la trova de Cheo Feliciano.

Aunque difíciles de olvidar, otras historias cuyo relato don Gerardo ayudó a construir ya no existen, como la desaparecida 'Discoteque Dinasty', en el Centro Comercial del Sur: todos los paisajes marítimos y los atardeceres que brillaban con luz fosforescente en el interior del salón de baile fueron obra de sus manos.

“¿Usted se acuerda? ¿Qué lindo, verdad miamor?”

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