El entrepreneur

​En Costa Rica, Yuan Che-Pin se convirtió en Fabián Yuan, fotógrafo amateur y cocinero. Hoy, él y su mamá dirigen Susbida, una fonda especializada en el inconfundible casado vegetariano taiwanés

22/11/14 | 11:55am

Fotografía: Gloriana Jiménez

Yuan Che Pin se convirtió en Fabián Yuan cuando llegó a Costa Rica procedente de Taiwán. Su idioma, su gastronomía y su familia aumentaron con un nuevo idioma (el español), una nueva gastronomía (la tradición culinaria del casado) y una nueva familia (sus amigos), pero nada estaba planeado tal y como sucedió. La verdad es que, en 1995, la familia Yuan iba para Argentina y no para Centroamérica, pero complicaciones migratorias de último momento sumadas a unos amigos que ya vivían en San José, hicieron que el clan aterrizara en el Juan Santamaría y no en otra parte.

Dos décadas después, Fabián aún no se hizo tico, pero muchos de sus clientes sí se hicieron vegetarianos.

El plato del día es el corazón de la cocina: casado taiwanés vegetariano. Cambia de lunes a viernes pero hay algo que se mantiene toda la semana: las porciones siempre vienen acompañadas de arroz blanco o fideos.

El menú de hoy dice guiso de carne de soya aderezada con papa y tomate, ensalada de vegetales levemente encurtidos –predominan el pepino y la zanahoria–, frituras de camote rallado, picadillo de coliflor, hongos y piña, y vainicas salteadas con picante y salsa de soya. El fresco siempre es un vaso de agua con limón, sin azúcar, que no debe confundirse con limonada. También hay sopa de empanaditas o sushi.

Fabián Yuan y Paula Chen, su mamá, llegan todos los días a su negocio alrededor de las 9 de la mañana y se reparten el trabajo sin hablar, aunque de hacerlo, lo harían en mandarín o taiwanés pero nunca en español. Lo hablan, solo que no lo practican entre ellos. Durante toda la mañana, antes de que empiecen a llegar los clientes, solo se escucha la percusión de los cuchillos contra las tablas de picar, el hervor del agua y el movimiento metálico de las ollas. El silencio tiene esa cualidad: convierte cualquier acción en algo sagrado.

Paula enciende los fuegos y sumerge los rollos de verdura; chiquitita, hacendosa, con el cabello envuelto en una red y la cara cubierta con un tapabocas. Fabián enrolla el sushi y parte las rodajas, ensimismado, incluso alegre. Acomoda los platos y se dispone al tráfico del gran ballet que está a punto de arrancar con la llegada del almuerzo, en tres, dos, uno...

Fabián no. Él no era vegetariano como el resto de su familia, aunque tampoco era un hombre de excesos, solo que de vez en cuando se le escapaba un bistec. Se hizo vegetariano después de llegar a Costa Rica, cuando ya era un mamulón y, cualquiera pensaría, con hábitos consolidados. Es una de las paradojas de su vida.

No era precisamente en el Valle Central donde predominaba la norma de ser vegetariano, sino en Taipei, justo de donde él venía, pero una vez en Costa Rica, Fabián hizo de las hortalizas su pan de cada día, mucho más el repollo y el apio que el maíz o la berenjena, porque que se haya convertido al vegetarianismo no significa que le gusten todas las verduras y todos los vegetales con la misma intensidad.

Podría ser cierto que con el cambio de dieta le cambió el carácter, como él dice –“menos agresivo, menos triste, menos inestable” –, aunque su principal argumento es que los animales tienen sentimientos al igual que las personas.

“Y sufren cuando los quieren matar. ¿Usted cómo se sentiría si supiera que la quieren matar?”.

Y después, con una mezcla concentrada de palabras, gestos y verbos en subjuntivo, Fabián agrega que los animales, victimizados, se van a la muerte con ese terror y que su pánico es parte de lo que se comen quienes consumen carne. “Las toxinas son causa de muchas enfermedades”.

Todas las mañanas, Fabián y su mamá cruzan las calles anchas de Pavas para llegar hasta el centro de San José, diagonal a la Alianza Francesa, donde está Susbida. Es una sodita muy humilde pero muy honrada, pues la comida y su preparación no guarda secretos para los clientes. Su lenguaje es básico, con paredes entre amarillas y verde limón: un mostrador y tres sillas para esperar, una barra y tres bancos para comer, cuatro mesas de madera, ocho fluorescentes y una planta.

Aunque no estaba entre sus planes, la inauguración de Susbida fue hace tres años. Fabián explica que poner un restaurante no era su intención ni la de su mamá, “pero fue una oportunidad” y, en asuntos de negocios, un taiwanés jamás desaprovecha las que aparecen.

La puesta en marcha fue sencilla.

“Mi mamá adaptó recetas de Taiwán a los vegetales de aquí. A ella le gustaba cocinar mucho en la casa, y ya había trabajado antes con un hermano suyo en un restaurante vegetariano, en Taiwán”.

A Fabián también le gusta cocinar pero nunca todos los días y en Susbida hay que hacerlo hasta los sábados, con poco huevo, menos leche y muchísima imaginación.

Fabián no fuma ni toma cerveza ni se ha hecho tatuajes. Le da lo mismo ser budista que evangélico porque, para él, Dios es uno solo. Es muy amigable, algo miope y tiene un pequeño problema de audición. Tiene 35 años y su vida se sustenta en dos platos: su trabajo y su familia, en este caso su mamá Paula, su papá Pedro y Lucía, su hermana menor, que da clases de mandarín. Leticia, su hermana mayor, vivió una temporada en Costa Rica hasta que decidió regresar a Taiwán y trabajar en una empresa que tiene negocios con la región.

A Fabián siempre le interesaron mucho más la experiencia laboral y la vida en la calle que la universidad, aunque empezó Informática. Llegado el momento, tampoco tuvo la mejor de las suertes. “No sabía mucho español. Estudiar en universidad para mí cuesta mucho”.

Gracias a Internet, aprendió algo de diseño gráfico y de fotografía, pero rápidamente tuvo que enrolarse en las fuerzas productivas como dependiente en un bazar y, más adelante, en un minisúper de paisanos.

La explicación de por qué el restaurante se llama Susbida no es clara ni convincente pero tampoco lo contrario. “Vida vegetariana”. “La vida suya”. “Con b significa subir”. “Con v no sería especial”.

Como muchas de sus explicaciones, las frases de Fabián brotan en un español entrecortado y valiente, decidido a superar con la colaboración de su interlocutor un larguísimo e intrincado camino de ideogramas y sutilezas. Cuando Fabián habla, su mayor argumento para entenderle es su buena fe.

–¿Está contento?

–Como no.

–Habla bien español.

–Son casi 20 años.

–¿Y qué hizo en estos 20 años?

–Hablar, vivir y pasear.

Hace cinco años empezó a tomar fotografías, primero de forma esporádica y, más recientemente, con una Nikon D90 y un lente de 35 milímetros, su favorito. Naturaleza, paisajes, personas, edificios, retratos. Sin mayor ambición que la de convertirse algún día en fotógrafo profesional.

A finales de octubre pasado, bajo el título de Momento, inauguró su primera exposición individual en la cafetería contigua a su negocio. Colgó 13 fotografías en blanco y negro y color que le ayudaron a seleccionar sus amigos y clientes, los pintores Fabio Herrera y Mario Maffioli.

Fotografías que se parecen a Fabián en la medida en que reconstruyen el mapa de los lugares por los que prefiere caminar y las escenas que más le llaman la atención, de día o de noche. Desde un pajarito en un portón hasta una alcantarilla desbordada.

Los protagonistas de sus fotos generalmente están con la atención puesta en otra cosa y no en Fabián pues, por la cercanía de su trabajo con centros culturales y museos, él se ha convertido en un espectador de los espectadores.

“Me gusta mucho las cosas de belleza, lo natural, la gente”, concluye.

Fabián nació en Taipei, el 23 de setiembre de 1979, en medio de dos hermanas. Su mamá era ama de casa y su papá, cartero. “Taiwán tiene 4 estaciones al año. Puede ser muy húmedo, muy frío o muy caliente. En Costa Rica hay cuatro estaciones por día. En Taiwán, se le da mucha importancia a la puntualidad, la cortesía, la credibilidad. Son cosas en las que se educa a los niños desde pequeños”.

De acuerdo al sistema educativo taiwanés, él ya había concluido el colegio cuando llegó a Costa Rica, a los 16 años, aunque aún le faltaban tres años de preuniversitario. Nada más llegar, todos se matricularon en una academia de idiomas a aprender español, algo que les tomó un año o dos, según las cuentas de Fabián.

“Al principio fue una experiencia muy fresca. Ni feliz ni triste. Estaba interesado en viajar a otro país, pero no sabía nada de Costa Rica antes de venir aquí. Ni español. Ni del clima. Ni nada”.

Al cabo de un año, poco a poco, empezó a echar de menos Taiwán, especialmente las costumbres y los amigos, pero después hizo el camino inverso y se fue adaptando a Costa Rica.

“Mis papás querían cambiar de ambiente. En Taiwán, todas las cosas muy caro. Mucho problemas de política. Yo era muy joven. Los problemas no son los mismos que para adulto”.

Hoy se siente exactamente así: mitad tico y mitad taiwanés. “Antes había más taiwaneses aquí, pero después de que Costa Rica rompió relaciones de amistad con Taiwán, entran más chinos que taiwaneses. Ahora es más difícil para entrar. Antes no había que solicitar visa”.

La responsable de su bautizo occidental fue su hermana mayor. De una lista de nombres que les dieron en la escuela de idiomas, ella dijo: Fabián. ¿Por qué?

“'An' en mandarín significa como tranquilo, muy pacífico”.

Fabián dice que ahora prefiere vivir en Costa Rica. A Taiwán regresó solo una vez, a los 18 años, para hacer el servicio militar. El entrenamiento regular dura un año y medio, pero debido a sus problemas de audición, Fabián solo cumplió con 35 días de servicio. De todos modos se quedó año y medio.

–¿Y qué hizo en 35 días?

–Pistolas, ejercicios y canciones militares.

–¿Canciones bonitas?

Fabián arruga la cara.

“Canción para militares”, dice.

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