La amorosa​

​Mabel Morvillo es una de nuestras mejores herencias argentinas, aunque se hizo tica para poder opinar sin que le hicieran <i>bullying</i>. Editora, docente y escritora, su visión de la literatura para niños es un tema para adultos

27/09/14 | 11:50am

Fotografías: Gloriana Jiménez

Mabel Morvillo conversa con sus siete sentidos puestos en algo más grande que toda la literatura universal: los pasos inestables pero irreductibles de su nieta Elena. La nena está empezando a recorrer uno de los caminos más riesgosos del homo erectus, es decir, la sala de su casa, donde nunca falta una mesita llena de esquinas ni una pantalla plana diseñada para caerse.

Para quien no sabe andar, el espacio doméstico suele ser una carrera con obstáculos… obstáculos que Mabel desearía pulverizar con la mirada. Pero imposible. Qué diría su hija. Qué diría su yerno.

Elena se ha convertido en uno de sus temas favoritos, y eso que Mabel es una mujer de muchos temas. No es que mencione a la niña en cada oración –ella jamás sería una abuela con tan mala sintaxis– sino que Elena es la manifestación viva de un mundo que Mabel ha soñado, defendido, vivido y ayudado a construir: el de la libertad, la belleza, la creatividad y la diversión.

Entre otros.

Mabel está ahí cada vez que Elena la necesita y hoy es uno de esos días. Elena, agripada, no fue al kínder y requiere supervisión adulta mientras su papá y su mamá hacen relevos para cuidarla. Todo se resuelve en un tris: Mabel y su hija Ana Mercedes viven a escasos minutos en carro una de la otra.

Con su ojo de editora implacable, muy probablemente Mabel sugeriría una corrección al inicio del párrafo anterior. “Donde se lee Mabel está ahí cada vez que Elena la necesita, debe agregarse: Y también cada vez que Mabel la necesita”.

Mabel Morvillo Frisone es una persona absolutamente indispensable (gracias, diosmío), no solo por lo que hace sino por lo que es. También por lo que dice y por cómo lo dice.

“La literatura infantil no tiene que ser educativa ni moral, tiene que ser arte”.

En Argentina, donde vivió hasta 1978, estudió Filología y desarrolló un talento muy escaso en el ejercicio de la docencia: la empatía. “La literatura, el arte y la cultura son una puerta para interpretar la vida de otra manera. Uno lo que hace en el camino es construir una visión de mundo, que será más amplia o más estrecha según las herramientas que pueda ir acopiando. Yo creo que éstas son las mejores herramientas, pues te permiten construir una visión de mundo generosa, colectiva y compartida. A lo mejor esto es muy ambicioso pero es lo que me gustaría transmitirle a mis estudiantes”.

No es solo el tipo de cosas que Mabel ambiciona, sino el tipo de cosas que transmite. Sus alumnos la adoran, y si no la adoran, por lo menos la recuerdan. “Todavía me escriben exalumnas de Argentina”, comenta. “Es un reconocimiento de la influencia que uno tiene sobre las personas”.

Pero en sus tiempos de dictadura militar, la Literatura era considerada otra forma de terrorismo. “En el colegio donde yo trabajaba nos pusieron micrófonos para saber si decíamos cosas subversivas. ¡Y claro! Si la literatura es toda subversiva”.

Ni la oscuridad total describe lo que fue el clima de su país en esas fechas. “Era horrible”, cuenta Mabel. “La cosa persecutoria era espantosa. Los militares llegaban a tu casa. Entraban. Irrumpían. Oías disparos en medio de la noche y sabías que estaban matando a alguien. La primera vez te sobresaltabas, pero ya la tercera, cuarta vez, no tanto. Es lo peor, cuando la violencia se vuelve normal y no te sorprende”.

Mabel explica que para el bruto todo es amenazante. Cuenta que si los militares entraban a tu casa y por casualidad tenías un libro titulado “La revolución del estructuralismo”, estabas perdido. Ella, entonces, tenía 30 años, pero aún así. Las secuelas del terror, la arbitrariedad y el control afectan a cualquier edad.

Hasta hace muy poco tiempo entendió cuánto la había afectado esa época, como si una sombra tenebrosa se hubiera colado en su interior, velando desde adentro cada uno de sus movimientos.

Tras su llegada a Costa Rica, en 1978, puso manos a la obra, como si el lema que dice que es mejor dar que recibir fuera invento suyo. Trabajó en todos los frentes: público, privado e independiente. Fue Directora General de Cultura de 1986 a 1990 y durante muchos años estuvo vinculada a un consorcio editorial internacional, dirigiendo colecciones de textos educativos y literarios. Fue fundadora del Instituto de Literatura Infantil y Juvenil y empujó a la Editorial Costa Rica desde su junta directiva, impartió clases y escribió cientos de artículos especializados.

Con el tiempo, Mabel se convirtió en una de las editoras más importantes de la región y su nombre –su prestigio– es legendario en la industria. Y de paso, escribió y publicó una decena de libros de cuentos y poemas para niños.

“No es casual que yo escriba para niños, aparte de que tengo una total incapacidad para escribir cosas para adultos. Ahí es donde uno puede jugar sin tener que decir cosas trascendentes”.

“Por eso cuando uno encuentra libros presuntamente para niños que están escritos desde la altura del adulto, supuestamente educativo, es un fracaso. Hay muchos escritores mediocres escribiendo literatura infantil porque existe una creencia perversa de que a los niños todo se les puede decir, mientras se les diga en chiquitito. Yo me atrevería a decir que ese es un problema muy marcado que tenemos aquí, porque en el resto del mundo ha habido una revolución formidable en este sentido, con cosas muy atrevidas, muy cercana a los niños de hoy. Si seguimos hablando de los buenos y los malos y la mamá y el castigo, estamos sonados.

–Es usar los diminutivos para disminuir a los niños.

–Claro, es atroz.

En la casa de Mabel todo es como Mabel: limpio, bonito, feliz y con una tendencia al minimalismo. En el baño hay un peine, una caja de pañuelos, una plantita radiante, unas campanas que flotan. Todo tiene flores, pajaritos, colores complementarios. Abundan la cerámica y la madera, y la luz entra a raudales por la puertas del jardín. Es como si en el mundo no existiera el sufrimiento. Es como si en los libros no se acumulara el polvo.

“Cada ser humano es verdaderamente atípico por sí mismo”, dice Mabel.


“Uno escribe porque tiene la necesidad de escribir. No se trata de escribir para publicar sino cuando uno tiene algo que decir. Si hay amigos míos a los que les inquieta que no esté escribiendo, a mí no me inquieta nada. La escritura es importante pero la vida es más importante”.

Nada de lo que uno ve alrededor es una coincidencia.

Mabel es una conversadora de alto rendimiento, sin embargo, también tiene una posición al respecto. ¿Crees que deberíamos leer más y hablar menos? “Claro”, responde. “Creo que hablar paja se ha vuelto como una especie de rito social absolutamente innecesario y agobiante. Hay que hablar cuando uno tiene algo que decir, igual que escribir. Si no, no vale la pena”.

El origen del amor de Mabel por todo lo que sea de papel no ha sido esclarecido aún, al menos no científicamente. Veamos. Nació en Quilmes, Argentina, el 23 de febrero de 1947. Tuvo una hermana que murió bebecita y un hermano menor, Jorge. Su mamá siempre fue ama de casa y su papá, trabajador en una fábrica de platos de vidrio: ambos hijos de inmigrantes.

El mapa genético de Mabel es compatible con aquel chiste de los dos argentinos que llegan a Italia y, al revisar el directorio telefónico, comentan encantados: “¡Ché, qué montón de apellidos argentinos!

“No recuerdo en mi infancia una época de estabilidad. Mi infancia estuvo muy marcada por los golpes de Estado. Con el ingrediente de los líos familiares entre los que eran properonistas o antiperonistas.”

“Recuerdo que mi papá llegó a buscarme porque había habido una revolución. Habían derrocado a Perón. Como yo no tenía ni idea de qué era aquello, aunque entendí que era algo malo, llegué a mi casa a guardar los juguetes que estaban en el jardín, para que la revolución no se los llevara si pasaba por ahí”.

En la escuela le estimulaban los hábitos de lectura y en su casa le compraban libritos. Lo normal. “Yo también me compraba libros, aunque tal vez no sabía muy bien qué debía comprarme”. ¿Tal vez? A los 16 años se compró la Crítica de la Razón Pura. Así pasó de Mujercitas, Hombrecitos, Corazón y Moby-Dick al libro más denso de Kant. Lo normal.

Sus vecinos siempre tenían muchas revistas, porque alguien ahí las distribuía, y Mabel sacaba provecho. “No sé cómo llegaban a mi casa, pero yo me leía todo lo que caía en mis manos”.

Cuando le regalaban dinero, obviamente lo ahorraba para comprar libros, porque la lectura rimaba con su personalidad. “No había otros distractores”, explica. “No fui una persona extraordinariamente sociable o extrovertida. Leía”.

Leía con tanto gusto que se llevaba los libros a la mesa. Entonces la reprendían: ¡En la mesa no se lee! “Entonces yo leía las etiquetas del vino”.

El jardín de la casa de Mabel también es como Mabel: tierno, boyante, controladamente salvaje. Solo ella podría diseñar el caos solo por el gusto de contenerlo. Es como una postal del Caribe, donde Mabel tiene una casita. Con sus propias manos, Mabel pasa largas horas en la reconstrucción de Puerto Viejo, en su patio de Concepción de Tres Ríos.

Mabel es miope y frugal. Cuesta reconocerla sin anteojos, aunque más le cuesta a ella reconocernos. Todas las mañanas desayuna café negro sin azúcar y dos tostadas, cuando mucho. Además, tiene un problemita que la hace aún más especial: se levanta poco después de las 5 a. m. y en lugar de quedarse dormitando en la cama, saboreando el calorcito de las sábanas, huye de ella. A veces regresa a leer con una segunda taza de café en la mano (como quien se toma una segunda opinión) pero nunca para dormir. La pobre.

Antes leía mucho de noche, dice, pero ahora tiene que luchar contra el agotamiento al que la tienen sometida las decenas de pastillas que consume. Porque el año pasado Mabel se descubrió un tumor en el pecho izquierdo, y aunque lo agarraron a tiempo, no pudo librarse del protocolo tóxico. Por eso mismo, Mabel también es una exfumadora rehabilitada.

“Para un oncólogo, el cigarrillo es como mentarle la madre. Como de todos modos la iba a pasar como un culo con la quimioterapia, pensé que era un buen momento para dejar el cigarro. Fumé toda la vida, desde los 20 años. Así que imagínate. Muchos años”.

“Ayer me reía sola porque iba a prender un incienso y lo agarré como si fuera un cigarro”.

Digamos que Mabel tiene una fuerza vital tan enorme que es capaz de desnucar a un elefante sin hacerle daño, solo con un par de argumentos correctivos llenos de dulzura.

Claro, ella diría: “Decime, amorosa, ¿para qué querría yo desnucar a un elefante?”

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